De haber continuado con vida, el pasado 4 de mayo Keith Haring seguramente hubiera celebrado su cumpleaños número 50 interviniendo algún espacio público de relevancia histórica. Pero no fue así y a cambio su legado se movilizó como nunca antes por distintos puntos del globo en una magna celebración en la que han intervenido no sólo instituciones culturales, sino también colecciones privadas, transnacionales, fundaciones y un número bien importante de comisarios, amigos y por supuesto seguidores.
Hablar de Keith Haring (1958-1990) es hablar de quien acaso sea, junto a Jean-Michel Basquiat, la figura más importante del street art. Su irrupción en la escena comienza en 1976 cuando, luego de haber cruzado los Estados Unidos en una suerte de road movie en busca de influencias para satisfacer su peculiar voracidad visual, se matricula en la Ivy School of Professional Art de Pittsburg a la cual renunciaría un año más tarde convencido de que aquello que buscaba no era una formación para competir en el mercado laboral, sino más bien una línea que le ayudara a enfocar su proyecto artístico.
Un proyecto, valga decir, que en los diez años que duró su cortísima carrera, se convertiría en la apoteosis de toda una época marcada no sólo por la cultura de masas y el hiperconsumo, sino también por el narcisismo nocivo, la aparición de la red, el complejo del fin del mundo y la paranoia apocalíptica del sida.
A partir de entonces, el todavía adolescente “hijo del viaje cósmico”, como el mismo se definía (1958 fue el año del primer viaje a la Luna), se dedicó a dar cuerpo a una serie de patrones-revelaciones experimentadas durante sus no pocas incursiones psicodélicas que terminarían siendo el sustento de un personalísimo sistema de representación del mundo y la vida que a la fecha sigue ofreciendo brechas investigativas: “En aquel tiempo las drogas eran una forma de rebelión contra lo establecido. Empecé a usarlas primero por ir en contra de mis padres, pero después me adentraron en una realidad distinta en la que humanos, animales y plantas éramos una misma cosa.
“Cuando me decidí a materializar gráficamente todo lo que había visto durante aquellas sesiones de LSD y cannabis, descubrí cierto automatismo en mi trazo. Deliberadamente había trabajado con la reducción al mínimo de la forma, pero para entonces era como si todo aquello que había visto quisiera salir y expresarse por sí mismo. Estaba feliz. Tenía algo que decir”.
1978 fue el año decisivo. La cancelación repentina de una exposición en la sala principal del Pittsburgh Arts and Crafts Center, y su cercana relación con el director, le valieron la invitación a su primera exhibición en solitario: “después de esa experiencia sabía que en Pittsburgh no encontraría nada más. Era el tiempo del underground y Nueva York el único sitio a donde ir”.
New York City Boy
Una vez ahí, Haring no dudó en matricularse en la School of Visual Arts situada en el experimental East Village, cuyo ambiente multicultural le puso en la situación energética y desinhibida que necesitaba no sólo para confirmarse abiertamente homosexual, sino también para dar el cierre de tuercas que necesitaba su proyecto personal. El contacto directo con el graffiti subterráneo le aclaró bien pronto aquello que andaba buscando: “un lenguaje espontáneo que fuera capaz de involucrar a todos sin importar edad, sexo, raza, religión, formación académica o estrato social”.
Heredero directo del cómic como medio de comunicación (su padre era caricaturista), Haring apostó por el desarrollo de un nuevo “vocabulario visual” y sintetizó en un mismo corpus creativo todas aquellas influencias que hasta entonces le habían alimentado: de Dubuffet a Alechinsky, pasando por Picasso, Pollock, Batman y Mickey Mouse.
El resultado: un repertorio de icons tan expresionista como minimal que — pese a significar el testimonio de una era plena de ansiedad, miedo y enfermedad— lo mismo sedujo a una Madonna en ciernes que a un Andy Warhol en plena ebullición. Se trataba de un desfile constante de dibujos, serigrafías y esculturas donde bebés radiantes, perros, platillos voladores, fiestas orgiásticas, hombres perforados en señal de vacío, dinero quemado y gente bailando eran los protagonistas. El camino a la eternidad le estaba asegurado.
Su relación con la pujante comunidad de artistas alternativos que desarrollaban su actividad fuera del circuito de las galerías y los museos le llevó a desarrollar innumerables acciones que culminarían en transgresivas performances, sus famosas intervenciones ilegales a los espacios publicitarios vacíos del metro neoyorquino (en ocasiones hasta 40 por día) y en 1982 la representación de una Tony Shafrazy Gallery responsable de su internacionalización.
Entre 1980 y 1986, Haring alcanzó el reconocimiento internacional y participó en numerosas exposiciones colectivas e individuales. Durante este período, también participó en prestigiosas muestra internacionales como la Documenta 7 en Kassel (Alemania), la Bienal de São Paulo (Brasil) y la Whitney Bienal (EE.UU).
En la primera mitad de los ochenta, Haring realizó numerosos proyectos en espacios públicos, entre los que tuvieron cabida una animación para la gran pantalla luminosa de Times Square, los diseños de decorados y telones para diferentes teatros y clubs, diseños para los relojes Swatch o la creación de murales por todo el mundo, de entre los cuales destacaron el ahora famoso Crack is Wack; el realizado con la ayuda de 900 niños en la Estatua de la Libertad en el marco de su centenario, así como un mural pintado sobre el lado occidental del muro de Berlín tres años antes de su caída, para mencionar sólo unos cuantos.
El éxito de Haring fue tal que, según sus Diarios publicados en español por Galaxia Gutemberg, fue uno de los pocos artistas que se preciaron de volar hasta cuatro veces en Cóncord el mismo día y disfrutar en cada viaje de, al menos, una referencia a su manera de hacer arte en las películas proyectadas durante el vuelo. Había sentado al glamour y la fama en sus piernas para arrullarles mientras estos le rendían pleitesía. Y los injurió.
The dark side of the love
Pero eso no es todo. Lo que en principio apareció como el testimonio de un radiante nihilismo, pronto devino en proactiva melancolía. Diagnosticado en 1988 con el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, la vida Haring tomó entonces un rumbo distinto. Preocupado desde entonces por financiar acciones en la lucha contra el sida, decide en 1989 crear la fundación que lleva su nombre y devolver así a la sociedad parte de lo que ésta le había dado comprometiéndose en un sinfín de actividades concienciadoras alrededor de prácticamente todo el planeta.
Lejos de ocultar su enfermedad, Haring sale a la calle y revela ante los medios la situación que atraviesa lanzando conmovedoras sentencias que redimensionan por completo su trabajo: “antes de que el virus existiera, uno nunca se hubiera imaginado que algún día que el amor, la sangre o el esperma que antes eran los elementos claves de la vida, pudieran estar asociados con el obscuro sendero hacia la muerte”. De ahí, sus míticas sperm devil o hearthead.
Lo que se pudo ver en Obra completa sobre papel fue la totalidad de la obra gráfica producida entre 1982 y 1990. Montada a manera de revisión lúdica y conformada por más de 215 láminas realizadas con distintas técnicas como el aguafuerte, la serigrafía o la impresión por relleno, los responsables de la exposición decidieron romper con el orden establecido de las retrospectivas y dar así lugar a un montaje donde la temática privara por encima de la cronología de tal modo que el espectador se enfrentara al poder hipnótico de series como The Valley (1989), Stones (1989), Andy Mouse (1986 en colaboración con Andy Warhol) Icons (1990), Apocalypse (1988), Blueprint Drawings (1990) y la tan criticada Pop Shop (1987).
Y ahí está su legado: tan único y perfecto como eterno e inmutable.